Siempre en el colegio llegaba ese día en el que nos preguntaban por la ocupación de papá y mamá.[1] En muchos hogares “tradicionales”, los papás salían de casa a trabajar y creíamos que solo él mantenía la casa porque allá afuera, en el espacio público, se producía el dinero que permitía alimentarnos, vestirnos y, con suerte, cubrir una serie de necesidades básicas. “Y tú mamá, ¿a qué se dedica?”, nos preguntaban y, de inmediato, respondíamos: “Ella no trabaja, es ama de casa”.
Los cuidados del hogar, de menores de edad, personas con discapacidad y adultas mayores que realizan las “amas de casa” eran y siguen siendo un trabajo invisible y poco valorado. Esto a pesar de que sostienen la vida y el funcionamiento de la sociedad, más aún en un país como el Perú donde en 7 de cada 10 hogares vive una persona que necesita cuidados, según la reciente Encuesta de Representaciones del Trabajo de Cuidados, realizada por el Centro de la Mujer Peruana Flora Tristán, Oxfam y el Instituto de Estudios Peruanos.
En esta encuesta, 7 de cada 10 personas confirma que, en su hogar, alguna mujer es la principal responsable de las actividades de cuidados. Las “amas de casa” y generaciones de otras mujeres han asumido sin reconocimiento el trabajo de cuidados que ha sido esencial para tener, entre otras cosas, asegurada la alimentación que nos permitió funcionar adecuadamente para aprender y desarrollarnos y, luego, acceder a un trabajo remunerado.
Sin embargo, los cuidados no han sido vistos como un trabajo porque, históricamente, el trabajo ha sido entendido como aquello que se realiza fuera del ámbito doméstico y es remunerado. Este entendimiento, que viene de al menos dos siglos atrás, subestima el tiempo físico y mental de quienes trabajan en los cuidados, así como los recursos y emociones que ocupan estas labores. En palabras de la investigadora María Teresa Martín Palomo: “el cuidado se hace notar cuando algo falla, cuando falta o no se cubre adecuadamente la necesidad que lo motiva y, en este sentido, presenta un déficit cotidiano de reconocimiento”.
A pesar de esa falta de reconocimiento, el trabajo de cuidados representa el equivalente al 17% y 24,4% del Producto Bruto Interno (PBI) del país, según la Cuenta Satélite del Trabajo Doméstico No Remunerado, del INEI. Así, su aporte a la economía peruana supera largamente al de la minería e hidrocarburos, la manufactura y el comercio que son los sectores productivos que más aportan al PBI con el 14,4%, 16,5% y 10,2% respectivamente, según datos recientes del INEI. Sin embargo, hasta la fecha el trabajo de cuidados no es reconocido y, al mismo tiempo, se sigue asignando de manera desigual ya que son las mujeres quienes, en su gran mayoría, asumen estas actividades.
Nuestras sociedades han feminizado los cuidados porque esas labores han sido vistas como algo innato de las mujeres. La idea de a quién le corresponde cuidar se construye de manera relacional e intergeneracional. Desde la infancia nos enseñaron —y también a generaciones previas— que el trabajo de cuidados le corresponde principalmente a las mujeres, como un conocimiento que atraviesa generaciones y se retroalimenta en diferentes espacios: el hogar, la escuela, entre otros.
No es casualidad que el 83% de personas encuestadas haya visto, a lo largo de su vida, a las mujeres dedicarse en mayor medida a las actividades de cuidado, mientras que solo el 15%, a hombres y mujeres y el 2% a hombres. Tampoco lo es que la mayoría tenga más confianza en que las mujeres se encarguen del cuidado de menores de 12 años (80,9%), adultos mayores (77,4%) o personas con discapacidad (80%).
Además, se cree que las mujeres pueden asumir mejor que los hombres el cuidado de personas con discapacidad (61%) y de los hijos y las hijas (41%) en hogares donde todavía no hay alguien que necesite cuidados. En cambio, estas cifras aumentan entre 8 y 10 puntos porcentuales en hogares donde por lo menos una persona necesita cuidados: llega al 69% para cuidados de personas con discapacidad y al 51% de hijos e hijas, es decir: apenas aparece en el hogar la necesidad de cuidados, la asignación de estas tareas a las mujeres se refuerza.
Es importante que reflexionemos sobre las dimensiones de esta norma social. ¿Acaso está bien que las mujeres sean las que más carguen con esas labores? Imaginemos a las “amas de casa” que trabajan, en muchos casos, las 24 horas y 7 días a la semana. Tendrán serias limitaciones para acceder a empleos remunerados y, en consecuencia, una alta dependencia económica de sus parejas, lo cual a su vez las sitúa en una situación de desventaja y puede condicionarlas a atravesar diferentes tipos de violencia. No solo eso. Llegadas a los 65 años -y si no son parte de la población priorizada por el Estado- no tendrán forma de acceder a una jubilación que les permita condiciones mínimas de vejez digna.
No está mal que las mujeres realicen labores de cuidado. Lo que está mal es que sean las que en mayor medida lo hagan, que se les asigne naturalmente esta tarea y no sea un trabajo reconocido ni valorado por nuestra sociedad. Ese poco reconocimiento trae aparejado una brecha significativa en el acceso a sus derechos, pues la mayor parte de derechos sociales ha derivado históricamente de la idea de empleo. Que haya sido un trabajo que “no se ve”, por darse en el espacio privado, ha sostenido siglos de desigualdad para las mujeres y, por lo tanto, las ha despojado de su condición de ciudadanas, haciéndolas menos libres de tomar decisiones para una vida que consideren valiosa.
No reconocer el cuidado como un derecho y un trabajo es omitir la obligación del Estado como garante del derecho de todas las personas al cuidado; pero sobre todo es agravar la brecha en el acceso a otros derechos de aquellas mujeres que toda su vida fueron “amas de casa” y que hoy no tienen garantizada o respetada, por ejemplo, la seguridad social —pensiones o jubilaciones— en igualdad de condiciones que sus pares hombres.
Por eso, es fundamental significar los cuidados como un derecho y un trabajo y que, en ese sentido, podamos exigir políticas públicas necesarias que garanticen el pleno ejercicio de derechos y mejores condiciones de vida digna para las personas que cuidaron, cuidan y que son cuidadas. También es urgente repensar las consecuencias de aquello que se repite en el imaginario social. Es una cuestión de derechos e igualdad resignificar el trabajo que, en mayor medida, han realizado nuestras mamás, abuelas y las mujeres que nos han rodeado para que entonces cuando en un futuro pregunten a los niños y las niñas: “¿Y tu mamá trabaja?”, puedan decir: “Sí, ella trabaja".
[1] En cierto punto invisibilizando la diversidad existente de familias, por ejemplo: las homoparentales, donde existen dos papás o dos mamás, familias monomarentales o monoparentales, entre otras.